Santi Amodeo nos regala en El cielo de los animales un sueño abstracto de existencias a la deriva, una colección de relatos entrelazados por la pérdida y el desconcierto, donde lo real y lo onírico conviven con la naturalidad de un susurro al oído. Si tuviese que definir esta cinta en pocas palabras, diría que es una rara avis que engatusa por la fantasía de su esencia. Adaptando libremente los relatos de David James Poissant, el director sevillano americaniza su tierra para transmitirnos parte de las emociones de los cuentos originales en un universo fílmico extraño y cautivador, donde cada fotograma es una búsqueda y cada encuadre, un enigma.
La magia del celuloide
Como es habitual en el cine de Santi Amodeo, El cielo de los animales está rodada en celuloide 16 mm reversible -500T + Ektachrome. Gracias a esto, la película hereda la rugosidad y calidez que ya habíamos visto en Las gentiles. La fotografía de Leo Hermo, empleando una llamativa textura granulada y colores camaleónicos propios de lo analógico, refuerza la sensación de un mundo a medio camino entre el recuerdo y la pesadilla. Como si el tiempo estuviera atrapado en una película casera demasiado frágil para resistir el peso de la memoria. Este tratamiento visual no es un simple artificio nostálgico: es la clave para entender el tono de la película, su sensación de inminencia, de que algo está a punto de suceder sin que nunca llegue a hacerlo del todo.
Una evolución natural
En ese espacio de incertidumbre, las interpretaciones de África de la Cruz y Paula Díaz brillan con una evolución que parece ir de la mano del propio cine de Amodeo. Ambas, ya destacadas en Las gentiles, aportan a sus personajes una mezcla de vulnerabilidad y fuerza que, lejos de ser solo un rasgo dramático, se convierte en una forma de estar en el mundo. En especial, África encarna a una Vega que bascula entre la compasión y la sumisión, atrapada en la espiral paranoica de Darío, su pareja, también interpretado de sobresaliente por Claudio Portalo. Paula Díaz, por su parte, dota a Amanda de un misticismo desconcertante, como si su personaje flotara sobre la realidad sin pertenecer del todo a ella.
La sensación continua de pérdida
Narrativamente, la película se construye como un puzle de historias que avanzan y retroceden, entrecruzándose sin la necesidad de resolver sus enigmas. Amodeo no ofrece certezas ni explicaciones: nos sumerge en una atmósfera necesaria donde la lógica se pliega sobre sí misma y donde la pérdida es un estado continuo. Los personajes parecen condenados a un perpetuo desajuste con la realidad, ya sea en el refugio de Darío y Vega, en la relación casi irreal entre Diego y Amanda, o en la búsqueda de una verdad familiar que nunca termina de revelarse en la historia del Hombre Lagarto. De este relato, además, lo mejor es no revelar nada.
Habitar la pérdida
Es quizás este desconcierto constante, la mayor fortaleza del filme y, a la vez, su mayor desafío para el espectador. Como en los cuentos de Carver, aquí lo importante no es la historia en sí, sino los ecos que deja en quienes la atraviesan. El cielo de los animales no es una película fácil de asimilar, ni está concebida para agradar a todos, pero en esa indefinición radica su fuerza. Porque la pérdida, al final, no es más que una variación de la incertidumbre. Y Santi Amodeo, con su cine, nos invita a habitarla sin miedo.